lunes, 4 de noviembre de 2019

Sobre ese asunto de la revolución


Reseña de 'La libertad de ser libres', de Hannah Arendt.

El vasto, cascoteado y mercachifle mundo editorial depara, dos por tres, alguna sorpresa atendible, de esas que merecen el interés no solo de los pescadores de perlas sino de todo aquel lector preocupado por interpretar su tiempo y su circunstancia histórica de la mano –de la lectura–, de quienes dedicaron no solo varios años sino la vida entera a comprenderlos. Así, entre best seller de estación, autobiografías de líderes del momento y toda la parafernalia dispuesta para satisfacer el consumo inmediato –futuro papel triturado en los pisos de las propias editoriales que los alumbraron–, aparecen algunos libros poderosos. No ocurre muy seguido pero pasa. La libertad de ser libres, un ensayo de Hannah Arendt, hasta ahora inédito en español, es uno de esos casos que, al ser impulsado desde el universo editorial al llano que ocupan los lectores de a pie, deja patente su doble condición de (bienvenida) rareza: presenta en esta centuria deslucida el nuevo texto de una autora fallecida más de cuarenta años atrás y, especialmente, se constituye en un poderoso escrito que cuestiona, desde su redacción en el pasado, nuestro presente.

La inquietud de pensar
Autora de algunos libros claves del siglo XX, en ocasiones más citados que leídos –Los orígenes del totalitarismo (1951), La condición humana (1958) y Sobre la violencia (1970)– Hannah Arendt (nacida en Hannover en 1906, muerta en Nueva York en 1975), fue mucho más que una filósofa (término que ella prefería que no se le aplicase) de origen judío, atenta testigo de los vaivenes que la Segunda Guerra Mundial le impusieron a Europa y al mundo todo, encarcelada, perseguida y apátrida hasta que se nacionalizó estadounidense en el año 1951. Esta mujer valiente y pertinaz –su libro Eichmann en Jerusalén (1963), donde acuñó la ya célebre expresión “la banalidad del mal”, le valió el rechazo de una parte importante de la comunidad judía, especialmente a raíz de su cuestionamiento al accionar de los consejos judíos en la Segunda Guerra Mundial– hizo del acto de pensar, y por ende de reflexionar en forma escrita, la razón central de su existencia. Ante su atenta mirada, temas como la tensión poder/libertad, el totalitarismo, la religión, la democracia y el rol del Estado se convirtieron en materia permanente de análisis que sedimenta el pensamiento filosófico contemporáneo.

Revoluciones
Para aproximarse a la cuestión de la libertad del individuo como eje de la existencia personal, en La libertad de ser libres Arendt hunde el estilete de su visión en el concepto de “revolución”, entendido como el quiebre que produce una fuerza ante el poder establecido y sus eventuales consecuencias. Para ello, enfrenta a la Revolución Francesa, encastrada en la historia del Viejo Mundo, con la Revolución estadounidense, centrando en las décadas finales del siglo XVIII el campo de tensión no solo del término sino de las coordenadas que marcarán las revoluciones por venir en las siguientes centurias, llegando, desde luego, hasta el presente.
En el texto, Arendt se abre camino hachando la frondosidad de los términos abstractos para precisar claros en el bosque conceptual, pues si de por sí es difícil precisar la noción de libertad, no menos farragoso es aprehender la idea revolucionaria: “El asunto se torna más complejo cuando la revolución tiene que ver tanto con la liberación como con la libertad, y como la liberación es de hecho una condición de la libertad –aunque la libertad no sea en absoluto una consecuencia necesaria de la liberación–, resulta difícil ver y determinar dónde acaba el deseo de liberación, de verse libre de la opresión, y donde empieza el deseo de libertad, de vivir una vida política”. La precisión de una vida política, de vivir bajo los parámetros que fijan las instituciones, el derecho, las normas y todas las estructuras de poder, conforma el cerno –para seguir con las metáforas madereras– del concepto de revolución, una figura que alienta detrás de fenómenos tan variados y lejanos como el creciente malestar de las minorías ninguneadas por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, hasta la lucha que por estos días lleva adelante el doctor Gustavo Salle contra el turbio negociado del Gobierno uruguayo con la empresa finlandesa UPM (la recurrencia a la madera en este ejemplo es acá involuntaria). 

La edición
Es una obviedad, a esta altura de los hechos, señalar la importancia que una editorial como la española Taurus tiene y ha tenido en la difusión del pensamiento. Nombres como Max Weber, José Ortega y Gasset, E. M. Cioran, Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y Pierre Bourdieu jalonan un impresionante catálogo, sustentado en libros de cuidada factura técnica, que suelen incluir pertinentes estudios críticos y, hasta donde este escriba ha podido inquirir, impecables traducciones. La libertad de ser libres es un volumen breve, que no alcanza las noventa páginas (varias de ellas, al final, en blanco), de las cuales cuarenta y dos están ocupadas por el ensayo de Hannah Arendt. Un prístino epílogo firmado por el profesor Thomas Meyer (‘Hannah Arendt o la revolución del pensamiento’) y una bibliografía de la autora en español complementan el volumen, de tipografía grande y generoso interlineado. Aun así, a pesar del loable esfuerzo de los editores para camuflar este ensayo breve en la estructura de un libro, nadie crea que la corta extensión de La libertad de ser libres equivale a una lectura rápida, esquemática: el libro tiene la cada vez menos hallable cualidad de insertar en el cerebro pensante la inquietud de la duda ante las convicciones formadas, de seguir barrenando las ideas mucho más allá de dejar atrás la última página, de ejercer, en definitiva, una de las pocas opciones de ser libres.
Martín Bentancor


La libertad de ser libres, de Hannah Arendt. 88 páginas. Traducción de Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda. Editorial Taurus, Barcelona, 2018.

Publicado en La Diaria (29/V/2019).

domingo, 3 de noviembre de 2019

Sobre 'M', de Erich Schierloh


Vista la literatura como una disposición de artefactos diversos, de los que cada usuario hace uso con las cualidades técnicas de que dispone y bajo la dinámica propia de cada objeto, a lo largo del tiempo la novela ha demostrado ser uno de los más maleables y/o manoseables. En el artefacto novela parece entrar todo y de las formas más diversas, subordinando el elemento espacial y el elemento temporal al fluir de la trama o, ante la inexistencia de esta, a la particularidad de la forma, permitiendo que entre los compartimentos de su estructura se conforme esa cosa llamada estilo. Año a año salen al mercado miles y miles de novelas que son compradas, leídas, en ocasiones reseñadas, en ocasiones premiadas, en ocasiones reeditadas, y en la mayoría de los casos olvidadas. Todo el mundo escribe novelas o, al menos, arrastra una idea para novelizar alguna vez, cuando disponga de tiempo, constancia y algo de talento. El artefacto novela, pues, masificado en la sociedad del consumo, adquiere la operatividad y el pragmatismo de una lámpara portátil, un frutero o un rulemán; acompaña la jornada del lector a través de la degustación en fragmentos, es olvidada en cualquier parte para ser retomada más tarde, envejece en el interior de una cartera, es camuflada entre otros libros o incluso, en la máxima practicidad de su cuerpo enlomado, termina oficiando de soporte de otros objetos en la mesa de luz.
Para contar en una novela la vida de Herman Melville, el escritor argentino Erich Schierloh (1981) se vale del collage. En M, recientemente editado por Eterna Cadencia, que constituye el tercer volumen de una serie llamada El viento en los túneles de la mente, en la que Schierloh desmonta el mecanismo de la escritura y que se encuentra en pleno proceso de desarrollo, el collage, lejos de fragmentar el relato lo unifica en un todo de lectura apasionante. Cartas, ferrotipos, mapas, manuscritos subrayados y fotos atraviesan el relato lineal de la vida de Herman Melville, en una cronología que despacha los cuarenta y cuatro años iniciales del escritor en unas pocas páginas para centrarse, con un despliegue prodigioso de recursos narrativos, en los veintisiete años finales, desde 1864 a 1891.
La imposibilidad de narrar una vida, cualquier vida, es un hecho asumido por todo biógrafo que se precie de tal, porque por más documentos, testimonios y registros que logre acumular sobre el biografiado, se le escaparán innumerables momentos decisivos, minucias vitales para el ojo externo que, sin embargo, fueron claves en la existencia que se recrea. Schierloh, conocedor de esa limitación estructural del género biografía, enfrenta el desafío con las innumerables armas de la novela, logrando en las páginas de M presentar a un Herman Melville más humano, y por ende más cercano, que el que aflora en las diversas biografías que se le han dedicado.
En la cronología de M están todos los hechos claves de la vida del autor de Moby Dick –los viajes, el matrimonio, el nacimiento de sus hijos, las publicaciones, el suicidio de su hijo Malcolm en 1867, el trabajo como inspector de Aduanas, la muerte–, pero rodeados de infinidad de situaciones anodinas (“M visita la villa de Gansevoort”, “M compra un libro”, “M le escribe una carta a Julian Hawthorne”, “M regresa de sus últimas vacaciones a su oficina de la calle 76 y East River”), que contribuyen a dotar de profundidad no solo al protagonista sino a su cotidianidad, logrando que el neblinoso siglo diecinueve por el que atraviesa Melville sea tan cercano como nuestro tiempo. Al seguimiento de los pasos del escritor por los lugares que habita y al desmenuzamiento del vínculo que establece con las personas de su entorno, Schierloh le agrega otro nivel de aproximación que profundiza aún más el relato: los manuscritos de algunos poemas y los subrayados de Melville lector. En esa recurrencia a citar pasajes subrayados –una forma más cercana al conocimiento del espíritu crítico y el impulso creativo de quien subraya que, por ejemplo, eventuales exégesis de sus propios textos– M encuentra su peso y su espacio definitivos como novela, pues el mecanismo de la ficción opera a pleno sobre la materia de los datos reales para definir nuevos sentidos y adensar el misterio que envuelve a cualquier vida.
Martín Bentancor

M, de Erich Schierloh. 160 páginas. Editorial Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2019.

Publicado en La Diaria (26/VII/2019).

sábado, 2 de noviembre de 2019

Retrato del novelista olvidado

Doscientos años del nacimiento de Herman Melville

En el año 2005, el incansable viajero Cees Nooteboom y su esposa, la fotógrafa Simone Sassen, tomaron el metro en Manhattan, la línea Lexington Avenue, rumbo al cementerio de Woodlawn. La máquina atravesó como un bólido el Bronx y, a medida que avanzaba, el vagón se fue llenando de gente, la mayoría negros, hasta que en un momento, Nooteboom y Sassen fueron los únicos blancos a bordo y, unas paradas más tarde, los únicos que seguían adelante en un viaje que, como anotó el primero, parecía estar transportándolos hacia el siglo diecinueve. Una solitaria muchacha en una parada de autobús les indicó cómo llegar al cementerio. Entre columnas griegas, suntuosos templos funerarios y añosos árboles que se perdían entre las nubes, los viajeros encontraron la tumba que buscaban. Pobretona y deslucida, envuelta por una raída bandera norteamericana que le colgara otro visitante, la sepultura que guarda los despojos de Herman Melville no parecía la de uno de los escritores más grandes de la lengua inglesa sino la de un anónimo empleado de aduanas, muerto tras recibir la jubilación. Ante la tumba, Nooteboom intentó recordar los versos que Hart Crane escribiera delante de aquel mismo túmulo, pero la memoria se le enredó entre brújulas, quintantes y sombras de marineros ahogados en altamar. Al final Nooteboom escribió: “Pequeñas estelarias blancas, una encina majestuosa, viento que hace ondear los blancos pétalos de las magnolias como una especie singular de nieve; el hijo de treinta y cinco años, que murió diez años antes que él; en la superficie de la lápida, hiedra tallada en piedra; y, muy a lo lejos, el estrépito de toda la ciudad, en todas las bibliotecas y librerías en las que están sus libros”.

Escritor viajero
Los números redondos suelen imponerle al sujeto del recuerdo una pátina extra de atención, como si la recurrencia a la cifra cerrada con algún cero a la derecha le aportara un valor extra a la vida o a la obra, o a ambas. El próximo jueves se cumplirán doscientos años del nacimiento del escritor Herman Melville, ocurrido en una casa sita en el número 6 de la calle Pearl, en Nueva York, en una época en la que la Gran Manzana vivía un intenso crecimiento: unos años antes, DeWitt Clinton, el primer gran jefe político de la ciudad, instruyó una comisión destinada a planificar el trazado de las futuras calles de Manhattan y, el mismo año del nacimiento del novelista, se inauguraron las obras del canal de Erie, que conectó al puerto sobre el Atlántico con los abundantes mercados agrícolas del interior de Norteamérica.
No es una referencia arbitraria la del canal, porque en su conformación sinuosa y en expansión, que atraviesa y redefine los territorios a su paso, se refleja la propia juventud de Herman Melville, quien a los 20 años se hizo a la mar rumbo a Londres, en un barco mercante cargado de algodón. No habían sido fáciles los años previos del escritor en ciernes: huérfano de padre a los 12 años (que murió de frío, algunos dicen que suicidado, hasta la coronilla de deudas), trabajó un tiempo como pinche en un banco en Albany y como chacarero en la granja de un tío en Pittsfield, fue maestro de escuela y aprendió los rudimentos de la topografía. A su vuelta de Europa, retomó la docencia y, al poco tiempo, emprendió con un amigo un viaje en bote por el canal de Erie y por los lagos Erie y Michigan para llegar a Chicago, volver a Illinois a caballo, subirse a otro bote para surcar río abajo el Mississippi y entrar a talón limpio en Pensilvania. En medio de todos aquellos derroteros, Melville leyó el artículo ‘Mocha Dick: or the White Whale of the Pacific’, del explorador Jeremiah N. Reynolds (1799-1858), un inquieto hombre de ciencia cuya hipótesis de la Tierra hueca habría influido en La narración de Arthur Gordon Pym (1838), de Edgar Allan Poe. El artículo en cuestión reúne una serie de observaciones que el propio Reynolds hiciera de Mocha Dick, un cachalote macho albino que recorrió las aguas del Océano Pacífico en los primeros años del siglo diecinueve, y que recibió ese nombre por ser encontrado en las cercanías de la Isla Mocha, situada frente a las costas de la provincia de Arauco, en la Región del Biobío, en Chile, convirtiéndose en inspiración de la novela Moby Dick, que Melville escribiría y publicaría varios años más tarde.  
El siguiente viaje emprendido por el joven Melville fue de importancia capital para la conformación de su condición de escritor, aunque las particularidades del periplo estuvieron a punto de cancelar no ya su oficio sino su propia vida, lo que desde luego hubiese redundando en la inexistencia de este artículo, entre otras pérdidas menores: en la Navidad de 1841, un Herman de 22 años se embarcó en el Acushnet, un ballenero que partió de New Bedford. Más de un año después, cuando el Acushnet se detuvo en Nuku Hiva, la mayor de las Islas Marquesas, en la Polinesia Francesa, Melville no tuvo mejor idea que la de desertar, con la pésima fortuna de caer en manos de los typee, la tribu caníbal con peor fama de todos los Mares del Sur. La cuestión es que zafó de convertirse en alimento aborigen, suponemos que por cierta reticencia del gusto culinario local por la magra carne neoyorkina, y los typee, que si bien eran caníbales y salvajes también manejaban ciertos rudimentos económicos, vendieron al pálido grumete a otro ballenero que pasó por la zona, el Lucy Ann, con el que Melville llegó a Tahití. Al involucrarse en un intento de motín en las costas de Tahití, Melville y los otros conjurados fueron recluidos en una remota prisión local, de la que un mes más tarde logró escapar junto a un compañero por la Isla de Eimeo. Luego de vagabundear unos meses por aquellas islas apartadas, atiborrado de pescado crudo y con la piel salina a punto de convertirse en descascarado pellejo, Melville subió a un tercer ballenero, el Charles and Henri, con el que recorrió las Islas Marquesas, Valparaíso, Mazatlán, Lima y Río de Janeiro, para emprender luego el viaje de regreso a Boston, donde desembarcó en octubre de 1844, casi tres años después de la partida.
Aquellos años intensos en alta mar y por regiones salvajes conformaron los escenarios y alimentaron las peripecias de las primeras novelas de Herman Melville: Typee (1845), Omoo (1847), Redburn: His First Voyage (1849) y White-Jacket (1850), en las que el autor adensó la prosa y consolidó el oficio antes de publicar su obra más famosa, que muchos citan sin leer y que otros leen una y otra vez, verdadero prodigio de la ingeniería narrativa y única candidata de ley al eterno (y, desde luego, inútil) galardón  de Gran Novela Americana.

Ballena blanca
Exuberante en la acumulación de detalles de la vida marina, que fagocita a lo largo de su estructura los tópicos de la novela de aventuras y el tratado científico; brillante en el tratamiento de las aristas bíblicas, de tintes sobrenaturales, que le dan forma al tema de la venganza (uno de los motivos mayores de la literatura a lo largo de todos los tiempos); sutil en el trasunto shakesperiano (hay ecos de Macbeth y del Rey Liar en la argamasa con la que está construido el capitán Ahab, además de las centenas de referencias al Cisne de Avon que han localizado y desmenuzado ejércitos de catedráticos) e inacabable en el desborde del lenguaje, que arrasa a su paso convenciones y tecnicismos mientras despliega una controlada orfebrería lírica, Moby Dick, publicada en octubre de 1851, en tres volúmenes, por el editor Richard Bentley, siempre suena moderna y siempre está de regreso, más allá de darle nombre, en este presente deslucido y mercachifle, a innumerables tiendas de insumos de pesca, líneas de productos congelados, barcos, lanchas, botes y chalanas de mala muerte que surcan las contaminadas aguas de los ríos interiores.
En una de las primeras críticas de la novela, aparecida en el mismo año de su publicación en la revista británica Athenaeum, un anónimo reseñista escribió: “Una mezcla mal compuesta de imaginación y realidad. Mr. Melville solo tiene que agradecérselo a sí mismo si el lector aparta conjuntamente sus errores y heroicidades, como ocurre con tantísima basura perteneciente a la peor literatura de la confusión. Más que incapaz de aprender, parece desdeñoso con lo que signifique aprendizaje del arte de escribir”. El comentario, más allá de demostrar que siempre han existido reseñistas torpes y desinformados, que no son solo fruto de este tiempo ni de estas páginas, incrusta el arpón en el sustento propio de la escritura, como si Moby Dick fuera una extensa y peregrina composición de bachiller y no una de las obras mayores redactada en lengua inglesa.
No hay espacio acá, y mucho menos intención, de glosar la obra principal de Herman Melville, pero a efectos de remarcar la fuerza de una escritura superior, propongo que nos detengamos en el párrafo inicial. Cito de la traducción del inconmensurable Enrique Pezzoni: “Pueden ustedes llamarme Ismael. Hace algunos años –no importa cuántos, exactamente–, con poco o ningún dinero en mi billetera y nada de particular que me interesara en tierra, pensé darme al mar y ver la parte líquida del mundo. Es mi manera de disipar la melancolía y regular la circulación. Cada vez que la boca se me tuerce en una mueca amarga; cada vez que en mi alma se posa un noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me sorprendo deteniéndome, a pesar de mí mismo, frente a las empresas de pompas fúnebres o sumándome al cortejo de un entierro cualquiera y, sobre todo, cada vez que me siento a tal punto dominado por la hipocondría que debo acudir a un robusto principio moral para no salir deliberadamente a la calle y derribar metódicamente los sombreros de la gente, entonces comprendo que ha llegado la hora de darme al mar lo antes posible”. La cadencia de las frases exime de mayores comentarios. En la presentación que de sí mismo hace Ismael se cifra el sino trágico y profundo de toda la novela, pues si la hemos leído sabemos que al final se erigirá solo él vivo entre tantos muertos, para constituirse en la voz necesaria que contará la historia. En el pasaje citado aletea el poeta que supo ser Melville pero también el viajero impenitente que no deja de maravillarse ante el mundo que lo rodea, el escritor que a través de la confección no ya de una trama sino de un mundo en sí mismo, se anticipa al temperamento del tiempo por venir y escapa de los moldes reduccionistas de críticos miopes y colegas envidiosos. Algunos le llaman genio, otros prefieren designarlo como clásico.

Escritor sedentario
En 1851, al momento de publicar Moby Dick, Herman Melville tenía 32 años, llevaba cuatro de casado, acababa de nacer su segundo hijo (el primero, Malcolm, había nacido en 1849) y vivía con su familia en una granja de Pittsfield, en el condado de Berkshire, Massachusetts. El fracaso que significó su novela sobre la gran ballena blanca no desalentó al escritor, que al año siguiente publicó la que para muchos es su mejor obra, Pierre o las ambigüedades, una asombrosa novela que tiende al desborde y que se sustenta en una poderosísima prosa, atravesada por un humor cáustico, que alumbra con su mirada (no así en su extensión) el relato Bartebly, el escribiente, aparecido al año siguiente. Los años inmediatos a la publicación de Moby Dick son pródigos en escritura para Melville, aunque el éxito de crítica y de público se le muestre esquivo: a los libros antes citados hay que sumar Las encantadas (1854), Benito Cereno (1855), su última y más oscura novela, El estafador y sus disfraces (1857), que preanuncia al mejor Mark Twain, y poesía, muchísima poesía. Y después, adiós que te cure Lola. Se terminó, se acabó lo que se daba, colgó la pluma, se llamó a silencio, hizo mutis por el foro, se perdió en la multitud, se tomó el buque, metafóricamente esta vez.
En 1866, el mismo año de la publicación de su primer libro de poemas, Battle-Pieces and Aspects of the War, Herman Melville, a la sazón de 47 años, comenzó a trabajar como inspector en la Aduana de Nueva York, un cargo al que rodeaba un altísimo nivel de corruptibilidad y que le exigía a su titular tal grado de desidia que, en comparación, muchos jerarcas ministeriales, legisladores y altos puestos municipales locales, de nuestra pedestre actualidad, parecerían entregados Hefestos de la laboriosidad. Por cuatro dólares diarios, con los posteriores ajustes salariales, presentismo y minúsculos ascensos, desde su oficina en los muelles, en la parte alta de la ciudad, junto a Harlem, Melville desarrolló su tarea con probada entrega y con una honradez a prueba de balas durante diecinueve años, sin saber que desde las sombras lo protegía de las veleidades políticas y los tembladerales administrativos un funcionario de grado superior, que había leído y admiraba cada palabra publicada por el escritor devenido inspector y que, unos años más tarde, llegaría a convertirse en presidente de Estados Unidos: Chester A. Arthur (1829-1886).

Olvido y gloria
Herman Melville murió al mediodía del 28 de setiembre de 1891, a los 72 años, de una falla cardíaca, en la cama, en su casa en Nueva York. El olvido frente al mundillo literario en el que había vivido durante gran parte de su vida fue acicateado, al momento de su muerte, por los infalibles duendes de las imprentas: el oscuro obituarista que lo despidió desde las páginas de The New York Times lo llamó Henry Melville (lo mismo hizo el marmolista que talló las letras en su lápida en el cementerio de Woodlawn)  y, algunos días más tarde, un artículo un poco más extenso en el mismo medio, se empeñó en nombrarlo como Hiram Melville. Su último libro de poemas, Timoleon, había aparecido en mayo, con una tirada de veinticinco ejemplares, mientras que su novela Billy Budd, marinero, en la que trabajó hasta casi el final de sus días, recién sería publicada treinta y tres años más tarde, en 1924, en Londres, por el profesor Raymond Weaver (1888-1948), quien se convirtió en su primer biógrafo.
La justicia del Tiempo, que siempre se toma su tiempo y opera sobre la suma de las generaciones con inmaculada probidad, restituyó las partes y rescató desde el ostracismo del presente que le tocó vivir a la obra de Herman Melville. A doscientos años de su nacimiento, la fuerza de los libros del hombre que fue carpidor y maestro rural, marinero amotinado y amigo de los salvajes, poeta de lo cotidiano y padre estricto pero justo, novelista infatigable y atento servidor público, se ha superpuesto al estrépito incansable de nuestra contemporaneidad, no para vivir solo en las librerías y bibliotecas de la ciudad de Nueva York, como presintió ante su tumba Cees Nooteboom, sino en el mundo todo, en la pisoteada tierra y en el misterioso mar.
Martín Bentancor

Publicado en La Diaria (26/VII/2019).

viernes, 18 de enero de 2019

El doble regreso de Francis Scott Fitzgerald


Una luminosa resaca

La buena literatura se empeña siempre en los prodigios y a casi ochenta años de su temprana muerte, Francis Scott Fitzgerald, el cronista de la llamada “era del jazz” vuelve al mundo editorial con dos libros: el texto original de su novela más famosa y un rejunte de cuentos descubiertos recientemente junto a otros despreciados en su momento por algunos editores.

Martín Bentancor

Si bien es verdad que cualquiera de las cinco novelas que escribió –A este lado del paraíso (1920), Hermosos y malditos (1922), El Gran Gatsby (1925), Suave es la noche (1934) y El último magnate (inconclusa y publicada póstumamente en 1941)– le valieron a Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) un espacio destacado en la literatura norteamericana de la primera mitad del siglo veinte, no menos cierto es que el género donde su pluma brilló con creces, puliendo un estilo inigualable ante el que chocaron una y mil veces sus pálidos imitadores, fue el del cuento. Allí están, brillantes e imperecederos, relatos como ‘Regreso a Babilonia’, ‘El diamante tan grande como el Ritz’ o cualquiera de las piezas que integran las Historias de Pat Hobby.
Desmenuzados como especímenes de laboratorio, glosados hasta el hartazgo por una legión infatigable de profesores universitarios, traducidos, fetichizados, desmontados y vueltos a ensamblar, los cuentos de Scott Fitzgerald parecían haberse cerrado sobre sí mismos, en un universo tan sólido como perfecto, hasta que un nuevo libro llegó para desestabilizarlo todo.



Carne de revista
La editorial Anagrama acaba de publicar Moriría por ti y otros cuentos perdidos, un volumen generoso que compila dieciocho cuentos de Scott Fitzgerald que nunca habían visto la luz en formato libro. La tarea de reunir estos textos dispersos, tras un prolongado trabajo con originales anotados, archivos mecanografiados y notas de rechazo de revistas, la emprendió la virginiana Anne Margaret Daniel, una destacada profesora de Literatura que no solo rastreó manuscritos en diversas bibliotecas sino que, además, cotejó línea por línea los escritos y negoció con los albaceas de los bienes de Fitzgerald el acceso a determinados originales.
El resultado es un libro extraño, que trae al presente de este siglo chato y deslucido el laboratorio de trabajo de un escritor genial, preocupado por escurrirle cuanto dólar fuera posible a cada cuento, al tiempo que se proponía, en sus últimos años de vida, separarse de los temas y motivos en los que había sido encasillado tempranamente, esto es, las historias de amor entre muchachos pobres y chicas ricas, las fiestas glamorosas repletas de alcohol y la superficialidad de las flappers al ritmo estruendoso del jazz.
La mayor parte de los cuentos incluidos en Moriría por ti… fueron escritos en la segunda parte de la década del treinta, con los efectos de la Depresión atenazando la economía nacional y la personal, muy separados en cuanto a temática y sustancia de los relatos publicados en las revistas durante la década anterior. “Darles a las revistas lo que querían: ese fue el manual de Fitzgerald como escritor joven, y perseveró en esa actitud, muy lucrativa, a lo largo de los años veinte. Vendió su obra a cambio de dinero con plena conciencia de lo que hacía y de lo mucho, y rápido, que podía conseguir con los cuentos, en oposición a esperar a terminar una novela para plantearse su publicación por entregas”, anota la profesora Daniel en la introducción. Es que el cambio de la década trajo, además, una problemática nueva a la vida del escritor: la larga permanencia de su esposa Zelda en diversas clínicas psiquiátricas, un elemento que no solo alteró la economía familiar sino que le otorgó al escritor nuevos temas, motivos más sórdidos y una apreciación más cínica y descarnada de las relaciones humanas.
Ante ese panorama, es comprensible en un punto que algunos editores que antaño le habían dado para adelante a su escritor mimado, echaran para atrás ante el nuevo material. Las notas previas a cada uno de los cuentos del volumen incluyen intercambios entre Scott Fitzgerald y su agente Harold Ober sobre las perspectivas (difíciles) de publicación, los cambios sugeridos por los editores y la inflexibilidad del autor para dar el brazo a torcer. Tomemos, por ejemplo, el cuento ‘Pesadilla’, escrito en 1932 y situado en una clínica psiquiátrica: fue rechazado por College Humor, Cosmopolitan, Redbook y el Saturday Evening Post, revistas que anteriormente lo habían publicado de forma sistemática. En una carta a Ober, fechada en abril de 1932, Scott Fitzgerald decía que “’Pesadilla’ nunca se venderá por dinero, nunca” y cuatro años después, le confesaba al agente que había desmembrado el cuento para utilizar sus mejores frases en la novela Suave es la noche.
El giro en la escritura de Francis Scott Fitzgerald en la década del treinta, de la que dan prueba los cuentos de Moriría por ti…, representa también una manera de revelarse contra el costado más mercantil del sistema editorial de las revistas. En el año 1929, el Saturday Evening Post le pagaba a Fitzgerald 4.000 dólares por cada cuento (unos 55.000 dólares actuales) y aunque es cierto que por la plata baila el mono, el escritor sabía que el sistema era una trampa para explotar la auténtica creatividad. En 1925, en una carta al editor H. L. Mencken, escribió: “La basura que escribo para el Post es cada vez peor y cada vez tiene menos alma. Me resulta raro decir que al principio ponía toda el alma en esa basura (…) Si hubiera sido rentable escribir mala literatura, lo habría hecho hace tiempo: lo intenté sin éxito en el cine. La gente no parece darse cuenta de que, para una persona inteligente, escribir mal es una de las cosas más difíciles del mundo”.
Pero vayamos a los cuentos, rótulo que no puede aplicársele a la totalidad de las piezas reunidas en Moriría por ti y otros cuentos perdidos, en lo que conforma un sustrato algo engañoso del volumen. Algunos textos son tratamientos para guiones, como el caso de ‘El amor es un fastidio’, redactado por Fitzgerald en su último año de vida, mientras corregía guiones de otros autores y cuyo original escrito a máquina, la profesora Daniel localizó en la Universidad de Princeton. En otros casos, como en ‘Día libre de amor’, de 1935, nos encontramos ante un estudio caracterológico en forma de esbozo o boceto de un relato a desarrollar. Pero en el amasijo imperfecto de materiales tan diversos relumbran las gemas con la auténtica marca Fitzgerald, como el relato que le da título al libro, de 1935, que en el ambiente y en la carga existencial y trágica del protagonista tiene ciertos ecos de El Gran Gatsby, o como el soberbio ‘Fuera de juego’, de 1937, ambientado en el mundillo del fútbol universitario.
Hay dos relatos –o un mismo relato desdoblado en dos versiones con variaciones y finales muy diferentes–, ‘Pulgares arriba’ (1936) y ‘Cita con el dentista’ (1936/37), que se sitúan en un momento histórico alejado del presente del autor, su habitual escenario temporal: la Guerra de Secesión. Una tercera versión de la historia fue publicada con el nombre ‘El fin del odio’ por la revista Collier´s, en junio de 1940. En su adolescencia, Scott Fitzgerald escribió una obra teatral llamada The Coward, ambientada en la Guerra de Secesión, y en diversas cartas a su agente y a algunos editores, dejó constancia de que se proponía trabajar en una novela situada en la Guerra Civil, por lo que las variaciones de estos cuentos abonan la hipótesis que, de no morir a los cuarenta y cuatro años en 1940, el proyecto podría haberse concretado. Leer los dos cuentos de forma simultánea, permite asistir de primera mano al proceso compositivo de Scott Fitzgerald, a su manera singular de modificar acciones, situaciones y personajes para alcanzar una emotividad intensa, no quedando exento el humor o cierta forma de cursilería que nunca desbarranca en la obviedad.
Un apunte final sobre este volumen: cada cuento está precedido por una nota que contextualiza las circunstancias de su escritura y, en caso de que se haya concretado en tal, de su publicación, agregando en ocasiones el facsímil de alguna página, con anotaciones de puño y letra de Fitzgerald. Pero lo que resulta verdaderamente molesto e incómodo de leer es el aparato de notas críticas e informativas sobre cada relato, que en vez de aparecer numerado al final o al pie de página, se acumula en la sección última del libro, en una superposición caótica de datos que entorpece su correcta asimilación.



Más de Gatsby
Junto a Huckleberry Finn, Quentin Compson, Nick Adams, Harry ‘Conejo’ Angstrom, Holden Caulfield, Ignatius J. Reilly, Arturo Badini, Harry Bascombe y Henry Chinaski, Jay Gatsby integra ese núcleo duro de personajes masculinos de la ficción norteamericana del siglo veinte, que por sus improntas vitales, sus derivas existenciales y por sus propias acciones, han trascendido los libros en que aparecieron.
Francis Scott Fitzgerald comenzó a escribir El Gran Gatsby en 1923, cuando tenía veintisiete años, y la publicó dos años más tarde. El libro no vendió mucho y las críticas fueron variadas, más bien tirando a frías. Deberían pasar unas cuantas décadas para que, una vez muerto el autor, la novela adquiriera su actual condición de clásico moderno, se reeditara profusamente, se convirtiera en carne de análisis en las escuelas secundarias estadounidenses y recibiera varias adaptaciones cinematográficas. Hace veinte años, en 1998, la Modern Library eligió a El Gran Gatsby como la mejor novela norteamericana del siglo XX y la segunda mejor novela en idioma inglés del mismo período.
Scott Fitzgerald comenzó a escribir la que sería su obra más famosa como una suerte de reflejo de la aparición de Ulises, en 1922. Encontrándose en Francia cuando se publicó el libro de James Joyce, Fitzgerald comprendió que debía escribir un libro que, como el del irlandés para Europa, reflejara, al mismo tiempo, la grandeza y la miseria de América. A la novela que escribió le puso por nombre Trimalción, por aquel esclavo que en la Roma de Nerón, según cuenta Petronio, le daba tan buenos consejos a su amo que recibió como recompensa la libertad. Una vez libre, Trimalción se dedica a hacer plata y para celebrar su opulencia, ofrece una fiesta colosal a la que invita a todo el mundo, a los ricachones que conoce y a otros llegados desde la otra punta del Imperio. Pero en un punto la fiesta se descontrola, los invitados se entregan a la barbarie y en cuestión de horas le hacen bolsa el palacete al pobre Trimalción, cuyo cadáver es hallado al otro día entre la mampostería y los restos de la comilona.
Scott Fitzgerald contó en Trimalción la historia de Jay Gatsby, un misterioso millonario que irrumpe en la vida de un puñado de personajes, entre los que se encuentra el narrador Nick Carraway, que se caracteriza por ofrecer unas fastuosas fiestas en su mansión en el ficticio pueblo de West Egg, en Nueva York. Cuando el legendario editor Maxwell Perkins (descubridor de autores como Thomas Wolfe y Ernest Hemingway) recibió el manuscrito de Fitzgerald, asumió que se encontraba ante un gran libro pero que necesitaba de varios ajustes. En sucesivas cartas, Perkins fue convenciendo a Fitzgerald de la necesidad de cambiarle el nombre a la novela y de diluir la información que el lector iba recibiendo de Gatsby. Así, a instancias de Perkins, el personaje central del libro acrecentó su aura de misterio (las causas de su riqueza, la profunda soledad en la que vive, su fatal enamoramiento de Daisy Buchanan) y Trimalción se convirtió en El Gran Gatsby.
La editorial Tusquets, dentro de su colección Rara Avis, que dirige el escritor argentino Juan Forn, acaba de publicar en español Trimalción, la novela original que escribiera Francis Scott Fitzgerald y que, entre otras cosas, ofrece más detalles de Jay Gatsby que los que aparecen en El Gran Gatsby. La novela, notablemente traducida por el propio Forn, es Fitzgerald en estado puro, un prodigio narrativo integrado por situaciones y personajes diseccionados con maestría, en alas de una prosa poderosa que alcanza cimas descriptivas como esta: “A mitad de camino entre West Egg y Nueva York, la carretera se acerca y corre paralela a las vías del tren durante un kilómetro, como buscando compañía en esa zona tan desolada. Es un valle de cenizas, un territorio fantasma donde la ceniza crece como el trigo de la tierra y forma colinas, hondonadas, grotescos jardines de ceniza con sus casas y chimeneas humeantes, y en un esfuerzo final y trascendente incluso moldea hombres de ceniza, que vagan difusos y a punto de deshacerse en el aire polvoriento. De tanto en tanto un auto se acerca por el camino, baja de velocidad con un ronco gruñido y se detiene para cargar combustible, y de inmediato lo rodean hombres de ceniza, con grises trapos en la mano, y la nube de polvo que producen oculta de nuestra vista lo que hacen”.
Nick Carraway, el narrador de Trimalción/El Gran Gatsby es un muchacho pobre de provincias que, por una serie de circunstancias, se convierte en vecino de Jay Gatsby, se granjea su amistad y asiste a su caída. La recurrencia de este narrador que no pertenece al mundo glamoroso y superficial de los otros personajes, es uno de los grandes hallazgos de la novela, pues le permite a Scott Fitzgerald reflexionar sobre el mundo de los ricos, que él también había sabido conocer por dentro y por fuera. Detrás de todas esas fiestas regadas por litros y litros de champagne, a las que los invitados llegan transportados en carísimos automóviles y ataviados con ropajes que no parecen de este mundo, habitan el vacío y la soledad, cerniéndose sobre todo el cuadro la sombra espectral de la muerte. Nick Carraway no solo será testigo de toda esa opulencia que se convierte en decadencia, sino que además, como confidente del protagonista, vehiculizará el destino de los personajes centrales, porque desde el principio está escrito que la historia de amor entre Jay Gatsby y Daisy Buchanan, nunca podría terminar bien.
Como el derrumbe del liberto Trimalción en la orgiástica Roma de Nerón, la caída de Gatsby está antecedida por un brillo fugaz de gloria. “A lo largo de aquel verano fui anotando, en los márgenes de una guía de horario de trenes que encontré en mi bungalow, los nombres de quienes fueron a la casa de Gatsby. Parece un objeto de otro tiempo ahora, con las hojas sueltas y amarillentas, y la pomposa advertencia: ‘Horarios vigentes al 5 de julio de 1921’. Pero aún pueden leerse esos nombres garabateados en tinta gris, y darán una imagen más precisa que mis generalidades sobre aquellos que aceptaron la hospitalidad de Gatsby y le rindieron el sutil tributo de no saber nada de él”, dice en un momento Nick Carraway, como si para reconstruir la historia de la que él formó parte, necesitara documentos anexos que le permitan, como no lo logró en vida de Gatsby, apresar al protagonista de la historia.
Cerremos esta nota con la misma celebración con que se iniciara, con la de la propia literatura, que a casi un siglo de la escritura de los textos comentados, y por arte y trabajo de personas perspicaces, sensibles, ha puesto a disposición de todos nosotros, lectores de a pie, dos nuevos libros de Francis Scott Fitzgerald, dos obras a las que nos acercamos con ese encantamiento cuasi infantil, de algo que es y al mismo tiempo no es, como las figuras que proyecta el inconsciente ante la realidad, al propiciar el despertar de una luminosa resaca. ¡Qué viva la literatura!




Moriría por ti y otros cuentos perdidos, de Francis Scott Fitzgerald. 502 páginas. Edición y prólogo de Anne Margaret Daniel. Traducción de Justo Navarro. Editorial Anagrama. Barcelona, 2018.

Trimalción, de Francis Scott Fitzgerald. 218 páginas. Traducción de Juan Forn. Editorial Tusquets. Buenos Aires, 2018.


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-Artículo publicado en el semanario Brecha el 17/VIII/2018.

miércoles, 18 de julio de 2018

Walter Benjamin por Walter Benjamin


Lejos de la palabra ‘yo’

La literatura, la fotografía, el lenguaje, la arquitectura de las ciudades, la mística, el cine, la traducción, el judaísmo y la filosofía de la Historia son algunos de los intereses que atravesaron la vida y los escritos de Walter Benjamin (1892-1940). Ante su ojo avizor, ante su prodigiosa sensibilidad crítica, cada fenómeno mostró aristas nuevas, pliegues descubiertos en la densidad de la materia observada. Reacio a escribir sobre sí mismo, su propia biografía se encuentra, sin embargo, dispersa en la amplia gama de textos que dejó tras de sí.

Martín Bentancor

Una tarde, a finales de julio de 1932, poco después de haber cumplido cuarenta años, Walter Benjamin se registró en un hotel de Niza con el propósito de suicidarse. El canciller alemán Franz von Papen acababa de dar el golpe de estado en Prusia (propiciando el avance del nazismo) y Benjamin, casi sin un peso en el bolsillo, veía muy menguadas las posibilidades de trabajo. Solo en su habitación, antes de tomar la decisión final, se dedicó a redactar su testamento, en el que designó a su amigo Gershom Scholem heredero de todos sus manuscritos. Luego escribió algunas cartas de despedida para las personas más allegadas. A la artista Jula Cohn, una de las mujeres de su vida, le escribió: “Bien sabes que te he amado mucho. Y hasta ahora, ante la muerte, mi vida no dispone de dones más grandes que aquellos que les fueron dados por los momentos en los que sufrí por ti”.
Una vez seca la tinta y sellados los sobres, algo, sin embargo, lo detuvo en su determinación. Una deidad parecida al ángel nuevo de Paul Klee, que inspiraría en nuestro protagonista su célebre teoría del “ángel de la Historia”, metamorfoseada en una polilla de luz que revoloteaba alrededor de una bombita de escasa claridad en la habitación de aquel hotel de mala muerte en Niza, lo hizo cejar. Ocho años después, en otro hotel y en circunstancias parecidas, Walter Benjamin podría, finalmente, ponerle fin a sus días.

Leer el pasado
En Crónica de Berlín, un libro que comenzó a escribir en 1932, Walter Benjamin se jacta de una regla que, con puntilloso cuidado, había sabido cumplir durante veinte años: no utilizar nunca la palabra “yo” en sus escritos, excepto en las cartas. Sin embargo, no apelar a la primera persona no significa que uno no pueda hablar de sí mismo, especialmente en el caso de Benjamin, donde absolutamente todo lo que analizó, caviló y convirtió en centro de interés, está tamizado por la subjetividad de su ojo crítico.
En Infancia en Berlín hacia 1900, libro editado póstumamente por Theodor Adorno en 1950, Benjamin aborda las particularidades de una ciudad a través de los disparadores que representan ciertas palabras, como si los recuerdos requirieran del estímulo del lenguaje para concretarse, justamente, en palabras. No se trata de un libro de memorias ni de una reconstrucción precisa de una ciudad y una época, sino de un relato fragmentado, que va engarzando estampas sin las aspiración de un todo. La sombra de Marcel Proust y En busca del tiempo perdido acompaña la experiencia, pero donde en el francés hay introspección y melancolía, en Benjamin hay un profundo interés por comprender el presente a partir de la reconstrucción del pasado.
Los paseos por el barrio, los regalos navideños y el despertar sexual son algunos de los temas por los que discurre el recuerdo con el que Benjamin adulto acompaña al niño que fue. Sin embargo, el aspecto autobiográfico es un elemento más de todo el cuadro y no un objetivo en sí mismo, por lo que quien lea Infancia… con el propósito de aprehender la vida del autor, se verá sometido a un trabajo fatigoso, de desglose y armado, mediante el cual, la presa terminará escurriéndose.



Padre/Hijo
En Crónica de Berlín, Walter Benjamin, que nació al sudoeste del Tiergarten, el 15 de julio de 1892, se define como “un hijo de la burguesía acomodada”. Su padre había sido banquero en París para metamorfosearse luego en anticuario en Berlín, por lo que la materialidad del mundo, desde el tintineo del vil metal al trajín con objetos valiosos, se encontraba en el centro de los intereses de un hombre que siempre tendría una relación tirante con el mayor de sus hijos.
El niño Benjamin creció entre institutrices francesas y largas temporadas de verano en Potsdam, rodeado por la parafernalia de la acumulación y el consumo, entre ricas porcelanas y fina platería que, muchos años después, en la pobreza y a través de la reconstrucción escrita del recuerdo, vería con disgusto pero, también, con el interés apasionado del coleccionista que siempre supo ser.
Aquel niño rico, que adoraba a su madre (cuyos cuentos a la hora de dormir están en la base de las variadas reflexiones sobre la figura del narrador, realizadas luego) no permanecía ajeno a la injusticia y el mal reparto que imperaba en la sociedad. En el texto ‘Mendigos y prostitutas’, incluido en Infancia en Berlín hacia 1900, elabora un recuerdo que lo pinta claramente: “Para los niños ricos de mi edad, los pobres eran solamente los mendigos. Y para mí fue un gran progreso de conocimiento el momento en que por primera vez la pobreza se me manifestó en la ignominia del trabajo mal pagado. Esto ocurrió en un breve texto, tal vez el primero que redacté totalmente para mí mismo. Se trataba de un hombre que distribuía prospectos y de las humillaciones que sufría por parte de los transeúntes indiferentes a los prospectos”.
A través de la figura del padre, de la contemplación de sus actos de dominio y exceso de poder ante sus subordinados, observados por el niño (en Infancia… hay un pormenorizado análisis del banquero/anticuario pavoneándose con un objeto nuevo en la casa: el teléfono) se encuentra el férreo rechazo que durante el resto de su vida Walter Benjamin sentiría por las formas burguesas de la existencia.
En las antípodas de ese vínculo tirante y del que siempre buscó escapar –en el fondo Benjamin sabía que podría convertirse en un burgués igual de solvente y despreciable que su padre–, se encuentra la relación que iba a mantener con su propio hijo, Stefan, nacido en 1918, del matrimonio con Dora Sophie Pollack, de quien se divorciaría en 1930. El exilio y las penurias económicas que caracterizaron la última década de vida de Walter Benjamin, sumado al hecho de que Stefan vivía con su madre, le impidieron cumplir plenamente su papel de padre. En las cartas que le fue remitiendo con los años, espaciadas porque muchas veces no tenía dinero para pagar los sellos postales, Benjamin se preocupó por mantener no solo el vínculo, la persistencia en los estudios del joven y la confianza en superar cualquier adversidad, sino que lo fue poniendo al tanto de sus propios trabajos. En una carta que le envía desde París a San Remo, donde Stefan se encontraba vacacionando con su madre, en 1936, le escribe: “Por mi parte, ha aparecido un largo ensayo, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, que se ocupa mayormente del cine. No te lo envío porque fue publicado en francés. También es muy arduo e incluso para el texto en alemán te faltarían algunos años”.  

Poetas
Si la vida de cualquier persona se altera, ilumina, cambia o se hunde a partir del encuentro con otra persona en un momento determinado, en la existencia de Walter Benjamin fue crucial el vínculo, en sus épocas de estudiante de filosofía en la Universidad de Friburgo, con el joven poeta Fritz Heinle.
En aquel tiempo, Benjamin se estrenaba como escritor (en una carta a su amigo Herbert Belmore le anuncia que había escrito su primer texto de ficción, ‘La muerte del padre’) y desplegaba una amplia actividad en el movimiento de reforma estudiantil. Más preocupado por la redacción de diversos escritos sobre la necesidad imperiosa de una reforma en el plano educativo y cultural, Benjamin desatendió en parte su desempeño académico, encontrando en Heinle y otros pocos estudiantes, a los interlocutores necesarios para debatir y trabajar por el cambio.
Cuando en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial, ante la inminencia del horror que se aproximaba, Fritz Heinle y su novia se suicidaron. El hecho conmovió a tal punto a Walter Benjamin que, no solo se retiró al poco tiempo del Movimiento de la Juventud, sino que escribió un largo ciclo de sonetos elegíacos, dedicados a la memoria del malogrado amigo, que nunca publicaría y donde se encuentran versos como estos: “Exímeme del tiempo al que te sustrajiste / y ábreme tu cercanía desde adentro / cual rosas rojas que en la hora triste / se liberan del tibio sacramento”.



Amor en Moscú
A fines del año 1926, Walter Benjamin viajó a la Unión Soviética. Lo motivó al periplo, además de la necesidad de conocer de primera mano el acontecer social y político del régimen en Moscú, la evasión de un ciclo de profundas depresiones que lo venía aquejando y el reencuentro con Asja Lacis, actriz y directora teatral letona a quien había conocido en 1924 y con quien había vivido una intensa relación. En Moscú, Asja Lacis se encontraba recuperándose, a su vez, de una depresión nerviosa, junto a su actual compañero, el director teatral Bernard Reich.
El Diario de Moscú, en el que Benjamin registró sus impresiones de la ciudad durante los dos meses que permaneció en ella, está atravesado por el vínculo enfermizo que se establece entre él, Lacis y Reich. Las torpes escenas de celos que Benjamin monta ante la mujer se contraponen con las humillaciones a que esta lo somete; el registro detallado de la ciudad caminada, una práctica habitual en el alemán, se encuentra intervenido por el fantasma del amor que se desvanece, por la incomprensión del objeto del deseo y por la aplastante convicción del final. Benjamin asume que con Asja Lacis todo ha terminado: “En todo caso, la época futura deberá distinguirse de la anterior en el hecho de que lo erótico ha de ceder el paso”, escribe con cierto patetismo. Y sobre el final del diario: “Con la gran valija sobre las rodillas iba en el coche llorando por las calles crepusculares hacia la estación”.  

Juego/Telepatía
Un aspecto en la biografía de Walter Benjamin, generalmente relegado del cuadro por la condición de pobreza que rodeó toda su vida adulta, es su relación con el juego. Si bien supo perder unos cuantos morlacos en los casinos de la Costa Azul y de Montecarlo, pernoctar por las salas de juego, entre jugadores empedernidos, sin un peso en la billetera, agudizó su capacidad de análisis del sistema. Y solo un jugador avezado en necesaria crisis de abstinencia puede apelar a la telepatía en el interior de un casino, como lo hace en un texto no publicado en vida, escrito en 1927: “El salón de juegos es un excelente laboratorio de experimentos telepáticos. El jugador afortunado sostiene –tal cómo aquí se ha de considerar el asunto– un contacto de tipo telepático, y de hecho considérese más aún que ese contacto se da entre él y la bola, no con el crupier que la hace rodar. De ser este el caso, la tarea del jugador sería no permitir que el contacto se vea perturbado por otros”.

Cerca de Poe
El 18 de diciembre de 1927, a las tres y media de la mañana, Walter Benjamin registró una serie de impresiones tras consumir hachís. Durante años, el interés por ciertas drogas conformó un capítulo aparte en sus investigaciones, no como gesto escapista o por simple adicción, sino como una forma de entender los procesos de la mente, aguijoneado por su pasión por la poesía simbolista del siglo XIX. “La sensación de entender mucho mejor a Poe ahora. Los portales a un mundo de lo grotesco parecen abrirse. Solo que yo no quería ingresar”. Y unos minutos (y renglones) más adelante: “Se recorren los mismos caminos del pensamiento que antes. Solo que parecen sembrados de rosas”.

Rechazos
Toda la vida de Walter Benjamin puede ser leída como una lucha constante contra la adversidad: poca plata, trabajos mal pagos, ninguneo, inestabilidad laboral, incomprensión y desprecio. Así como una estrella particular suele alumbrar a los imbéciles con suerte, otorgándoles beneficios por los cuales no movieron un dedo, también hay tramas siniestras que se ciernen sobre las mentes más lúcidas, empecinándose en hundirlas. Ante esa mala yeta, el desafortunado se entrega y sucumbe o alza la cabeza y persiste. Esta segunda opción fue la elegida por Benjamin, hasta que las fuerzas le aguantaron. La recompensa, que él no pudo ver en vida, claro, ha sido el lugar que hoy ocupa en los diversos ámbitos donde alumbró su presencia.
La clave de ese fulgor con que gravita Benjamin en la actualidad, convirtiéndose en un autor permanentemente reeditado, analizado, glosado y plagiado, la dio Hanna Arendt en la introducción a Conceptos de filosofía de la Historia, cuando afirma que “la diosa tan codiciada de la fama tiene muchos aspectos y se presenta de muchas maneras y en distintas dimensiones, desde la notoriedad pasajera en las cubiertas de un semanario hasta el esplendor de un nombre duradero. Una de sus variedades más raras y menos deseadas es la fama póstuma, aunque a menudo es menos arbitraria y más sólida que sus otras especies, dado que sólo raramente reposa en la mera mercancía".
Toda esa fama póstuma, que dejó tras de sí una serie larga de manuscritos inéditos, está asentada sobre una serie larguísima de rechazos. Enumerarlos es entristecerse, pero permítaseme, a efectos de graficar lo dicho, referirme brevemente al proyecto de fundación de una revista cultural, que se llamaría Angelus Novus, y que con la financiación del editor Richard Weissbach, Benjamin intentó llevar adelante en 1922, en Berlín. La presentación del proyecto que redactó Benjamin es no solo un muestrario de sus ideas de lo que debía ser aquella revista en particular, sino de cómo debía orquestarse la relación de un medio con sus receptores: “Al igual que esa revista, todas las revistas tendrían que actuar implacables en lo que piensan e imperturbables en lo que dicen y con la más completa indiferencia con respecto al público, cuando corresponda, para así aferrarse a lo que se configura a lo verdaderamente actual por debajo de la superficie de lo nuevo o lo novísimo, cuya explotación han de cedérseles a los periódicos”. La nota que le llegó a vuelta de correo al entonces joven Benjamin, sería una palabra que se le haría muy familiar con los años: “Rechazado”.

Salida
Sobre la muerte de Walter Benjamin, el 26 de setiembre de 1940, mucho se ha escrito y especulado. En un intento desesperado por huir de la Francia ocupada por los nazis y de llegar a España cruzando los Pirineos, y ante la imposibilidad de pasar la frontera por falta de papeles, se suicidó con una dosis de píldoras de morfina en un hotel de Portbou. En la nota destinada a Henny Gurland, la mujer que lo acompañaba en la huida, escribió: “En una situación sin salida, no tengo otra alternativa que poner fin. Es en un pueblito de los Pirineos donde nadie me conoce que mi vida acaba. Le ruego trasmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y le explique la situación en la que me encontré. No me queda suficiente tiempo para escribir todas las cartas que hubiera querido escribir”.



-Publicado en el semanario Brecha el 20/IV/2018. 

martes, 17 de julio de 2018

Primer libro de Hemingway


Papá Cuento

Sí, sí… todos le dan a Hemingway. Le daban cuando vivía y le siguieron dando después de muerto, agigantando por vía de la crítica de sus libros la caricatura impertinente y bastante despreciable que el hombrón nacido en Illinois, cuando moría el siglo diecinueve, construyó en vida, con su ristra de relaciones amorosas atormentadas, litros y litros de alcohol, desplantes, corridas de toros y balazos. “Yo he hecho todo lo posible para que me guste Hemingway, pero he fracasado”, dijo Borges alguna vez; “Lo detesto, pero estuve bajo su influencia cuando era muy joven, como todos lo estuvimos. Pensaba que su prosa era perfecta, hasta que leí a Stephen Crane y me di cuenta de dónde lo había sacado”, apostrofó Gore Vidal; “La gente siempre piensa que es fácil de leer debido a que es conciso. No es cierto. La razón por la que Hemingway es fácil de leer es porque se repite todo el tiempo”, apuntó el reciente finado Tom Wolfe; y “En cuanto a Hemingway, lo leí por primera vez en los años cuarenta, algo sobre campanas, balas y toros (‘bells, balls and bulls’, en el original)… lo aborrecí”, sentenció en una entrevista Vladimir Nabokov. Sin embargo, los cuentos de Hemingway siguen estando ahí, imperecederos y únicos, portadores de un estilo tan personal que hacen de la (aparente) sencillez, andamio, cúspide y estructura.
La editorial Lumen acaba de publicar, por primera vez en español, En nuestro tiempo, el primer libro de cuentos de Ernest Hemingway, originalmente aparecido en 1925, portador de un puñado de gemas que, de haberse retirado de la escritura tras la salida de este volumen, ya le habrían valido al autor un sitial destacado en la literatura moderna. Me refiero a ‘Mi viejo’, ‘El fin de algo’, ‘El luchador’, ‘Gato bajo la lluvia’ y ‘Río de dos corazones’.


La estructura de este pequeño libro es magistral: los relatos están intercalados por pequeñas viñetas secuenciadas en capítulos, que conforman una suerte de novela fragmentada que va relatando diversos episodios de guerra. Nick Adams, el protagonista de la mayoría de los cuentos, es en ocasiones testigo, narrador o abstracción insertada en la trama; a veces es un niño y, en otras, un esposo complaciente o atormentado; a veces viaja como un vagabundo en un tren de mercancías y en otra es un apacible turista en Italia.
El joven Hemingway que escribió este libro no lo sabía entonces, y no le daría la vida para saberlo después, pero estaba construyendo la argamasa de la que se valdrían autores como J.D. Salinger, Raymond Carver y Richard Ford en décadas posteriores, por más que el honorable señor Wolfe, empeñado en escribir interminables novelas decimonónicas, enfundando en uno de sus caros trajes claros, dijera que era un autor fácil, que se repetía todo el tiempo.
La clave central del trabajo de Hemingway con el lenguaje y la forma de contar en su primer libro, la ofrece Ricardo Piglia en el prólogo del volumen que acá se comenta, partiendo de una afirmación realizada por Ezra Pound sobre que el autor de El viejo y el mar comprendió muy joven que Ulises, de Joyce, era un final y no un comienzo: “Joyce había escrito con todas las palabras de la lengua inglesa y había mostrado un gran virtuosismo, allí es donde Hemingway tiene una intuición esencial; no había que copiar a Joyce esa gran capacidad verbal, sino que era necesario empezar de nuevo, con un inglés coloquial, de palabras concretas, de pocas sílabas y palabras cortas”.
Finalmente, unas líneas sobre la técnica de la omisión en el cuento, una idea que Hemingway heredó de Antón Chéjov y que llevó en su primer libro hacia límites insospechados. Se trata de eliminar del relato algún elemento, incluso el final, para hacerle sentir al lector una sensación extra a la mera comprensión de la historia. La técnica resulta peligrosa y no es para cualquiera, pues consiste en suprimir algo que ya fue narrado, o que aparece en el desarrollo del relato de forma aleatoria, a veces minúscula. En este libro, el mejor ejemplo del mecanismo se encuentra en el cuento ‘Fuera de temporada’, donde un personaje va a morir, pero en el que solo se relatan una serie de caminatas.
Hay que celebrar la (incomprensiblemente tardía) publicación en español del primer libro de cuentos de Ernest Hemingway, en impecable traducción de Rolando Costa Picazzo y que tiene el plus de incluir uno de los últimos textos firmados por Ricardo Piglia –el citado prólogo–, escrito unas semanas antes de su fallecimiento, en los primeros días del año 2017.  
Martín Bentancor



-Publicado en el semanario Brecha, 29/VII/2018. 

jueves, 26 de abril de 2018

El misterioso escritor B. Traven


Máquina de escribir en la selva

Frente a B. Traven, los promocionados grandes autores “ocultos” de la ficción del siglo XX, Thomas Pynchon y J. D. Salinger, son meros bromistas de domingo. Ningún escritor hizo tanto para borrar las pistas de su contingencia humana como este novelista que tecleó toda su obra en medio de la selva mexicana. Son muchos los investigadores que se han lanzado tras la pista de B. Traven, los mismos que al creer apresarlo en la cómoda parcela de una biografía, han visto cómo, irremediablemente, se difuminaba.
Martín Bentancor

En el año 1925, Ernst Preczang, editor del Büchergilde Gutenberg, un gremio literario y club del libro para obreros fundado por un sindicato de impresores de Alemania, quedó maravillado por una serie de relatos acerca de México, aparecidos en la revista socialista Vorwärts y firmados por un tal B. Traven. Localizó al autor escribiéndole a un número de apartado postal a la ciudad portuaria de Tampico, en el estado mexicano de Tamaulipas, y le solicitó los derechos para reproducir los textos en forma de libro. Traven le respondió de inmediato, aceptando la propuesta y proponiéndole, a su vez, publicar antes una novela que había escrito en inglés y que él mismo traduciría al alemán. La novela, que se llamaba Das Totenschiff (El barco de la muerte), fue publicada por Preczang en abril de 1926, convirtiéndose en un suceso inmediato. De pronto, B. Traven pasó a ser el autor más leído de Alemania, comenzando a labrar el misterio que permanece abierto hasta la actualidad.

Feige/Marut
Entre los años 1917 y 1921, un tal Ret Marut publicó en Munich la revista Der Ziegelbrenner, definida como una publicación “anarcopacifista y anarcoindividualista”, inspirada en la legendaria Die Fackel de Karl Kraus (1874-1936). En su revista, que redactaba, editaba y distribuía él mismo, Marut enfrentaba a los charlatanes que escribían en los diarios y apelaba a que el lector descifrara la verdadera noticia oculta detrás de la noticia, afirmando que solo el socialismo podría destruir al Estado y barrer con el sistema capitalista. En su revista, Marut no se andaba con sutilezas: cuando debía atacar a un político corrupto, directamente lo llamaba “hijo de puta”, cuando se refería a ciertos industriales, hablaba de “raza de víboras” y a algunos lectores que, furibundos, le escribían para quejarse de determinados artículos, los designaba como “inmundicia humana”.
Ret Marut había nacido, en realidad, bajo el nombre de Otto Feige, desempeñándose durante años como montador mecánico y como secretario de sindicato, con fuertes ideas anarquistas. En 1907, a los veinticinco años, Feige decidió convertirse en Ret Marut y, valiéndose de su predisposición al histrionismo, logró algunos trabajos como actor en espectáculos populares. Su cambio de nombre vino de la mano de un cambio de nacionalidad, pues a partir de entonces, comenzó a afirmar que había nacido en San Francisco, el 25 de febrero de 1882, y que, lamentablemente, todos sus papeles de nacimiento se habían destruido en el gran terremoto de 1906 en la ciudad norteamericana. Así, de a poco, el operario manual anarquista se convirtió en el editor de uno de los medios de prensa más inquietos de aquella Alemania que salía de la Gran Guerra y comenzaba a acomodarse en el consiguiente periodo de posguerra.
En uno de los últimos artículos que Ret Marut publicó en Der Ziegelbrenner, antes de cerrar la revista, se refería a los escritores norteamericanos más leídos en su propio país. Allí, entre varios nombres, mencionaba a Upton Sinclair, Jack London, Mark Twain, Theodore Dreiser y a un tal B. Traven, a quien nadie conocía en Alemania.
El siguiente paso de Otto Feige, aquel antiguo operario manual anarquista, fue desprenderse de la personalidad de Ret Marut, enterrando al incendiario gacetillero de Munich. En algún momento del año 1924, Otto Feige, alias Ret Marut, cruzó el Océano Atlántico, desembarcó en México y se convirtió en el novelista B. Traven.



El novelista
Volvamos al principio. Cuando en abril de 1926, Ernst Preczang editó en Alemania el libro de B. Traven El barco de la muerte, convirtiéndose en automático bestseller, nadie recordaba el nombre del ignoto novelista que, algunos años atrás, Ret Marut había señalado como uno de los autores norteamericanos más leídos. El público, ávido de más Traven, exigió la aparición de nuevas obras de aquel estadounidense que vivía en México y escribía en alemán. En setiembre de 1926 apareció la novela Los pizcadores de algodón, protagonizada por el mismo narrador de El barco de la muerte, y en 1927 vería la luz otra novela, El tesoro de la Sierra Madre, que a la postre se convertiría en el libro más famoso de Traven, a raíz de la adaptación cinematográfica que veinte años después realizara John Huston. 
En 1928, Traven publicó en Alemania dos nuevas obras: la colección de cuentos Der Busch y su única obra de no ficción, la crónica de viaje Land des Frühlings, que incluía 64 páginas de fotografías tomadas por el propio autor, seguidas en 1929 por las novelas Puente en la selva y La rosa blanca. Tras la aparición de estos libros, hubo un silencio editorial de dos años y, a partir de 1931, comenzó la publicación de lo que se llamó “el ciclo de la caoba”, integrado por las novelas La carreta (1931), Gobierno (1931), La marcha dentro del reino de la caoba (1933), La troza (1936), La rebelión de los colgados (1936) y El General. Tierra y libertad (1940).
Luego del “ciclo de la caoba”, B. Traven no volvió a publicar durante diez años. En 1950 apareció Macario, un largo cuento fantástico que es, en realidad, un refrito de los relatos ‘El padrino’ y ‘El padrino Muerte’, de los hermanos Grimm, y una década después, en 1960, fue el turno de Aslan Norval, unánimemente considerada una obra menor.
Es interesante apuntar que la fama editorial de B. Traven se labró a espaldas de Estados Unidos, país donde presuntamente había nacido. En B. Traven. Una introducción, Michael L. Baumann cuenta que el legendario editor Alfred A. Knopf, que sería el primero en publicar a Traven en inglés, no se enteró de su existencia hasta un viaje que realizó a Alemania en 1932. Cuando dos años después, El barco de la muerte fue editada en Estados Unidos, apenas vendió unos pocos ejemplares. Una suerte similar corrieron Puente en la selva y El tesoro de la Sierra Madre. Recién cuando la adaptación de El tesoro…, realizada por John Huston y protagonizada por Humprey Bogart, Tim Holt y Walter Huston, fue estrenada en 1948, el público lector estadounidense comenzó a interesarse por B. Traven.

Croves/Torsvan
Cuando en 1946, John Huston comenzó a filmar El tesoro de la Sierra Madre en México, el primer día de rodaje apareció en el set un tal Hal Croves, que se presentó como un traductor residente en Acapulco. Croves le entregó a Huston una carta escrita de puño y letra por B. Traven, en la que el escritor afirmaba que el portador conocía al dedillo toda su obra, solicitando que fuera tenido en cuenta para cualquier consulta técnica, argumental e histórica sobre el libro. Croves siguió a Huston y a su equipo por los distintos lugares donde se desarrolló el rodaje, a saber, Michoacán, Tampico y San José Purúa, solo intercambiando unas pocas palabras con el director, hasta que en algún momento de la filmación, desapareció.
Cuando la película se estrenó, en enero de 1948, un indignado Hal Croves atomizó la sección de ‘Cartas al director’ de Life y Time con encendidos ataques al cineasta. “Nunca más tendrá John Huston la oportunidad de dirigir una película basada en otro de los 14 libros de Traven. Traven no necesita a Huston”, dice en una de las correspondencias. Y en otra: “John Huston nunca será un gran escritor porque es un mal observador”. Es verdad que la película no capta la atmósfera densa de la novela (en la que, a la mitad, el protagonista muere degollado) y que los personajes mexicanos son presentados de una forma por demás ridícula, pero Huston logró uno de sus mejores filmes al presentar un estudio desolador sobre la codicia. Las cartas de Croves a la prensa tenían un espíritu más propagandístico de la obra de B. Traven que de genuina molestia por la película de Huston.
Como habrá adivinado el sagaz lector que llegó hasta acá, el traductor y furibundo corresponsal Hal Croves, que se mezcló en el rodaje de El tesoro… para desaparecer de golpe, como tragado por la propia selva, no era otro que el mismísimo B. Traven, alias Ret Marut, nacido Otto Feige.
En 1948, el joven periodista mexicano Luis Spota se propuso averiguar quién se escondía detrás del misterioso escritor B. Traven. Durante meses, siguió el rastro del presunto traductor Hal Croves, descubriendo que todas las pistas llevaban a un mismo lugar: Acapulco. En la ciudad portuaria, el incansable Spota hurgó y hurgó hasta interceptar una liquidación de regalías que el agente literario Joseph Wieder le enviaba a Traven desde Suiza. Lo curioso es que el cheque no iba a nombre de B. Traven ni de Hal Croves, sino de un tal F. Torsvan. Cuando Spota dio con Torsvan y le enrostró el hecho de que él era el escritor B. Traven, el imputado, un ingeniero retirado que vivía en un barrio residencial, lo negó categóricamente, cerrándole la puerta en la cara. Poco tiempo después, el novelista Upton Sinclair le envió un paquete de libros a B. Traven. Como el novelista norteamericano no sabía de qué forma contactar a su colega, remitió el paquete a Ciudad de México, a nombre de Esperanza López Mateos, quien unos años antes se había convertido en la traductora al español de B. Traven. López Mateos recibió el paquete y lo despachó hacia Acapulco, a nombre de F. Torsvan.
Puestos a averiguar quién era F. Torsvan, Spota y otros investigadores se lanzaron a la búsqueda de los datos biográficos de quien, según las pistas antes señaladas, no era otro que el mismísimo B. Traven. Hallaron, así, que el nombre de F. Torsvan apareció oficialmente en México en 1926 (el mismo año que Ernst Preczang publicaba en Alemania El barco de la muerte, la primera novela de Traven), como el de un ingeniero que acompañó una expedición arqueológica dirigida por Enrique Juan Palacios por el estado de Chiapas. En un momento del periplo por la selva, como antes lo hiciera el operario Otto Feige en 1907, Ret Marut en Munich, en 1924, y, años más tarde, Hal Croves durante el rodaje de El tesoro de la Sierra Madre, F. Torsvan había desaparecido abruptamente.



Esperanza
Durante muchos años, la única forma de leer a B. Traven en español fue a través de la vieja Compañía General de Ediciones S.A., dentro de su colección ‘Ideas, Letras y Vida’, que publicó gran parte de la obra novelística de Traven. La traductora Esperanza López Mateos no solo fue la encargada de verter al español la prosa del esquivo autor, sino que poseyó el copyright de la obra, en un interesante caso de autoría intelectual.
Esperanza, hermana de Adolfo López Mateos, quien fuera presidente de México entre 1958 y 1964, y prima del legendario director de fotografía Gabriel Figueroa, es una pieza clave en la historia de B. Traven y, especialmente, en el mantenimiento del misterio y el vínculo del escritor con México. Algunas crónicas afirman que el autor y la traductora se encontraron por primera vez en Michoacán, en 1941. Esperanza López Mateos es la responsable de haber convertido al español la prosa profundamente descriptiva de B. Traven, que no se detiene solo en el registro de paisajes y contingencias geográficas sino que explora al detalle los tipos humanos, especialmente de los indígenas, no cayendo jamás en el pintoresquismo ni el retrato de brocha gorda.
En un momento de la búsqueda, los investigadores que iban tras los pasos de B. Traven, constataron que los rastros se diluían al llegar a la traductora. Solo Esperanza López Mateos se carteaba con el autor; solo ella conocía el proceso creativo del novelista; solo ella compartía los derechos de la obra del inalcanzable escritor. Y fue uno de esos investigadores, anclado una medianoche en alguna cantina del sur mexicano, quien comenzó a preguntarse si en verdad hubo alguna vez un ingeniero recorriendo Chiapas, un traductor asesorando a un cineasta, un novelista aporreando una máquina de escribir debajo de un mosquitero en el trópico. ¿Y si B. Traven no era otro que Esperanza López Mateos?, se preguntó.
Cuando en 1951, Esperanza López Mateos se suicidó, a los cuarenta y cuatro años, no solo se llevó a la tumba la teoría elaborada por aquel trasnochado rastreador, sino todo lo que conocía del auténtico B. Traven, con quien se había carteado durante años. Cuando el 26 de marzo de 1969, murió en Ciudad de México Hal Croves, hubo cierta coincidencia en la prensa mundial en señalar que el muerto era B. Traven. La disposición testamentaria indicaba que sus cenizas fueran esparcidas en el río Jataté, en Chiapas, no solo para permanecer en una zona que le había sido muy querida al escritor, sino también para no dejar rastros tras de sí, para que en el futuro nadie tuviera que reducir el cadáver, estableciendo la conexiones posibles entre Otto Feige, Ret Marut, Hal Croves, F. Torsvan y B. Traven.





Los libros
El barco de la muerte, la primera novela de Traven, presenta los grandes temas del autor: la confraternidad entre desclasados, las relaciones de poder entre poderosos y subordinados y una concepción de la vida teñida por la presencia insoslayable de la muerte. Gerard Gales, narrador que reaparece en Los pizcadores de algodón y Puente en la selva, se suma a la tripulación del Yorikke, un “barco de la muerte” integrado por marineros indocumentados que trabajan como esclavos. Gales dice haber nacido en Nueva Orleans, pero al haber perdido todos sus papeles de identificación se ve obligado a vagar sin rumbo por los puertos en busca de un barco que lo acepte, sabiendo que no puede quedarse en ningún país.
Puente en la selva reencuentra a Gales varios años después, convertido en cazador de pieles de cocodrilo en México, en un periplo que lo lleva a detenerse en un decrépito pueblo en la selva, levantado a la sombra de un yacimiento de petróleo. El puente del título, una inestable construcción de madera, sin barandas, sobre unas aguas amarillas y traicioneras por las que desaparece un niño, se convierte en un personaje más de la trama, a cuyo alrededor Traven despliega una comedia humana que le da voz a los desposeídos. El libro fue llevado al cine en 1971 por Pancho Kohner y protagonizado por John Huston, quien no tuvo esta vez a ningún Hal Croves que desde la prensa cuestionara su labor actoral. 
Cerremos este brevísimo repaso por algunas obras de Traven mencionando a La carreta, la primera entrega del “ciclo de la caoba”, publicada en 1931, un libro que en Alemania fue prohibido por los nazis. En él, Traven analiza con dotes de antropólogo las relaciones de poder de los indígenas mexicanos insertos en lo que podría llamarse una sociedad de consumo. Se trata de uno de los libros más originales del autor, que mezcla en su historia el rescate de ciertas leyendas con la voz de los eternos desclasados, como cuando el narrador reflexiona: “Los harapos eran regalados a quienes los mendigaban. En este mundo no hay pantalón, camisa o par de zapatos lo bastante viejos para que no exista algún ser humano que al verlos exclame: “Démelos; mire usted como ando. ¡Muchas gracias, señor!”
B. Traven es un autor que ha sido copiosamente publicado y que goza de una buena salud editorial. Sus novelas, especialmente las que escribiera en la segunda mitad de la década del veinte, han sido traducidas a más de cuarenta idiomas. El 2009 fue considerado el Año Internacional Traven y el año pasado, el Museo de Arte Moderno de México presentó la exposición más completa jamás montada sobre el enigmático escritor: cartas, fotos, material fílmico y todas las ediciones posibles de su obra le dieron forma a una muestra copiosamente visitada. En Uruguay, hace algunas semanas Ediciones de la Banda Oriental, en su colección Lectores, publicó una selección de sus Cuentos mexicanos, que acerca a los lectores de este suburbio del mundo una muestra más que representativa de las ideas, el estilo y la impronta de este gran escritor.



-Publicado en el semanario Brecha, el 11/VIII/2017.